Era un lunes. No un lunes cualquiera, sino el último lunes. El calendario marca día 18 de febrero en el ático situado en la calle de las Infantas nº 40 de Madrid, y el reloj ha comenzado a dar sus últimas vueltas a la esfera. La una, las dos, las tres de la madrugada... La vida se va escapando a pasos agigantados del cuerpo de aquel hombre menudo y genial, bondadoso las más de las veces y algo cascarrabias en ocasiones... Puede imaginarse la preocupación, la angustia de los seres que lo rodean. Las cuatro, las cinco, las seis... parece que el final está cada vez más cerca, que no hay marcha atrás, al contrario de lo que aconteció con aquellos cuatro entrañables personajes salidos de su pluma algunos años antes. Las siete, las ocho... comienza a despuntar la claridad del nuevo día. Todo está perdido...
Las ocho y media. Finalmente el corazón deja de latir. Ya está. Ya se ha ido, rodeado de sus hijas y hermanas, de Carmen, su compañera, de sus sobrinos y del doctor Ángel Alguacil y la esposa de ésta. Un doctor, sí, hasta uno de esos doctores a los que tanto escarneció en sus comedias y novelas, un facultativo que esta vez no ha podido evitar la dolorosa pérdida del hombre que cambió el sentido del humor en España. Y qué hermoso nombre el de ese médico, qué extraña mezcla ser a la vez ángel y alguacil, para transportarlo con sus alas al otro lado, y para vigilar que aquel genio bajito no haga alguna de sus travesuras durante la travesía.
El dictamen médico establece que la causa del fallecimiento es una neumonía. Y la maquinaria de su corazón se ha detenido a mitad del camino, cuando Enrique Jardiel Poncela contaba 50 años, 3 meses y 3 días.
Qué vacías esas horas posteriores al óbito, con los teléfonos echando humo, con los teletipos de las agencias de noticias extendiendo la fatal noticia por los cinco continentes. De repente todos parecen recordar a aquel inigualable comediógrafo, novelista, tertuliano, charlista, conferenciante, director, guionista, actor, empresario y sobre todo humorista que murió casi arruinado, casi olvidado hasta por sus enemigos; de repente se va forjando la leyenda que le conducirá definitivamente al lado de la balanza en el que quedan los inmortales, los que trascienden más allá de países y épocas, los que han de ocupar un lugar más o menos amplio en todas las enciclopedias. Jardiel Poncela ha muerto, sí, pero seguirá vivo en la memoria colectiva, sobre los escenarios, en las librerías, en los corazones de todos los que saben levantarse cada mañana con una sonrisa.
Y mientras tanto, las inevitables visitas, pésames, caras largas, lágrimas contenidas o dejadas correr hasta desahogarse. Angelina, Eloísa, Mariana, Elena, Blanca y Rosa, Leticia, Sylvia Brums, Vivola Adamant, la Cosqui, ... mujeres despampanantes que llegan a despedirse de aquel hombre extrañamente atractivo que las dio vida... Sergio Hernán, Zambombo, Mario Esfarcies, Carlo Monte, el vizconde de Pantecosti, seductores, aristócratas del amor que también acuden a darle el último adiós. Por la casa incluso se siente la presencia de un brigadier y hasta de un Satanás dubitativo entre llevárselo a los abismos donde algunos pretendieron arrojarlo en vida, o indultarle y permitirle que se alce hasta los altares y lleve a cabo una tournée con Dios. Sea como fuere, ninguno de sus personajes ha faltado a la cita en tan doloroso trance.
Y sólo queda ya esperar a la mañana siguiente. Maldito lunes en el que el cuerpo inerte está y a la vez no está. Pero sí, al parecer la vida sigue para el resto de la Humanidad, y cuando las manecillas han completado otro ciclo completo con su día y con su noche, a las once y cuarto de la mañana del día 19 el féretro que contiene los restos de Jardiel, envuelto en una bandera nacional, es sacado a la calle para ser conducido desde la casa mortuoria hasta la Sacramental de Santa María, aunque una hora antes la calle Infantas se encuentra ya completamente abarrotada de público.
La comitiva se encamina hacia la plaza del Rey, siguiendo por la calle Barquillo y la de Alcalá, hasta llegar frente al Banco de España. ¡Triste paradoja! Mal sitio para detenerse, pero es allí justamente donde se reza un responso y se continúa en vehículos hasta el cementerio.
El sepelio está formado, entre otros, por las siguientes personalidades: Manuel Casanova (Presidente del Sindicato del Espectáculo), Tirso García Escudero (Director General de Cinematografía y Teatro); Luis Fernández Ardavín (Presidente de la Sociedad General de Autores), directores de varios teatros oficiales, José y Mario Paredes Jardiel (los referidos sobrinos del escritor), diversos autores, actores y escritores, entre ellos Joaquín Calvo Sotelo, Serrano Anguita, José Ramos Martín, "Tono", López Rubio, Buero Vallejo, Leandro Navarro y José Mª de Cossío.
Algunos valientes incluso se encaminan a pie hasta el cementerio. Los balcones y ventanas del trayecto aparecen ocupados por numeroso público que respetuosamente presencia el paso de la comitiva fúnebre.
Tal y como era el deseo de Jardiel, su cuerpo es enterrado en un nicho adquirido a perpetuidad por la Sociedad General de Autores de España, señalado con el nº 152, fila 2ª, sección 7ª del denominado “Patio de la Concepción”. Sobre la lápida, una inscripción que mandó poner su hija Evangelina: «Si queréis los mayores elogios, moríos.»
Pero es que Jardiel Poncela no ha muerto, no. Sigue vivo aún 58 años después.
© Juan Ballester
1 comentario:
Gracias Juan, hoy he descubierto tu blog, desde muy jovencita Jardiel me atrapó con su magia.
Me encanta ver que sigue en el corazón de muchos de sus lectores.
Un abrazo!
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